viernes, 14 de enero de 2011

Carta abierta al Jefe del Poder Judicial del gobierno de la República Islámica de Irán.

Ayatolá Mohammad Sadeq Larijani,
Jefe del Poder Judicial República Islámica de Irán

7 de diciembre de 2010

Su Señoría:

No hay duda de que usted estará al tanto del resultado del juicio y posterior apelación de la Sra. Fariba Kamalabadi, el Sr. Jamaloddin Khanjani, el Sr. Alif Naimi, el Sr. Saeid Rezaie, la Sra. Mahvash Sabet, el Sr. Behrouz Tavakkoli y el Sr. Vahid Tizfahm —las siete personas que antes de su arresto eran responsables, como miembros del grupo conocido como los Yaran, de administrar los asuntos sociales y espirituales de la comunidad bahá'í iraní.

Las vidas de estos siete bahá'ís representan no sólo las vidas de los bahá'ís de Irán, sino también las de aquellos iraníes con ideales altruistas y corazones nobles pertenecientes a todo credo y clase social. Son verdaderos ciudadanos de esa nación que se han esforzado por dedicarse al servicio de la misma. Sus lugares de origen están repartidos por el país entero —desde la capital hasta Sangsar, Yazd, Abadán, Ardistán, Mashhad y Urmía. Sus edades oscilan entre los treinta y siete y los setenta y siete años. Algunos tienen padres ancianos, y todos tienen hijos; el más joven de ellos tenía sólo nueve años cuando su padre fue arrestado. Sus profesiones también son variadas y consisten en especialista en psicología evolutiva, fundador de la primera fábrica automatizada de ladrillos, gerente de una fábrica textil, ingeniero agrícola, directora de escuela, trabajador social y optometrista. Junto con sus ocupaciones profesionales y responsabilidades familiares, han prestado, de forma puramente voluntaria, un distinguido servicio al pueblo de esa tierra, como, por ejemplo, en el avance de la mujer, en el fomento de la alfabetización entre la población en general del país, y en la provisión de medios de educación para los miles de jóvenes bahá’ís a los que se les ha denegado el acceso a universidades iraníes desde el inicio de la Revolución Islámica.

Convencidos de que no habían cometido ningún delito y ya que no existía prueba alguna para respaldar las acusaciones dirigidas contra ellos, tenían la firme esperanza de que mediante los procedimientos judiciales quedarían absueltos. Lamentablemente, hasta ahora han visto sus esperanzas frustradas, y el trato que han recibido ha violado injustamente toda norma legal y todo principio de justicia y equidad. Como atestigua la historia, siempre que ciudadanos
inocentes son llevados a juicios ficticios, es el sistema judicial mismo y aquellos que ejercen autoridad dentro de éste los que son juzgados ante la mirada pública. El caso de estas siete personas, el cual ha sido seguido desde el principio con interés creciente por parte de iraníes y no iraníes por igual, se ha visto continuamente marcado por violaciones tan atroces de la ley que se ha puesto en duda la adhesión al principio de justicia de un sistema que afirma defender
los valores islámicos.

La flagrante injusticia que representa la sentencia a diez años de cárcel impuesta a estos ciudadanos honrados y respetuosos con la ley nos obliga, como representantes ante Naciones Unidas de ciento ochenta y seis comunidades nacionales bahá’ís, a solicitarle que rectifique este grave error y otorgue a los acusados la justicia que se les ha denegado. Esta petición no sólo procede de sus correligionarios del mundo entero, sino también de Naciones Unidas, de
gobiernos y parlamentarios de diferentes partes del globo, de agencias de la sociedad civil y de humanitarios y pensadores sociales; todos ellos han unido sus voces a las nuestras para pedir la liberación inmediata de estos agraviados.

Las autoridades del Ministerio de Inteligencia, haciendo uso de distintas medidas reprobables (detención ilegal, denegación de acceso a representación legal adecuada y métodos de interrogación que infringen los principios de una conducta civilizada y tienen el propósito de extraer confesiones falsas), las cuales transgreden incluso la ley actual del país, hicieron todos los esfuerzos posibles por formular cargos contra ellos. A pesar de esto, los fiscales finalmente
fueron incapaces de presentar ninguna prueba convincente a favor de sus acusaciones. En lugar de ello, pusieron de manifiesto las viles conspiraciones de ciertas autoridades, así como la conducta inhumana y los móviles siniestros de los interrogadores. De hecho, lo que queda ahora claramente visible para todos es la voluntad de las autoridades de pisotear los principios mismos de justicia que son responsables de defender en nombre del pueblo de Irán.

El juicio mismo estaba tan carente de la imparcialidad que debe caracterizar las diligencias judiciales que el proceso resultó ser una auténtica farsa. Los acusados, seguros de su propia inocencia y sin nada que ocultar, pidieron una audiencia pública. Cabría preguntar entonces, ¿cuál fue la razón por la que el juez declaró los procedimientos "abiertos y públicos" y, sin embargo, rechazó la petición de asistencia de observadores, entre ellos representantes de misiones diplomáticas? ¿Por qué se dificultó tanto la asistencia de las familias de los acusados al juicio? ¿Por qué los periodistas fueron excluidos y se permitió la presencia activa de cámaras del gobierno? ¿Cuál fue el motivo para permitir la presencia amenazadora de agentes del Ministerio de Inteligencia a lo largo del juicio? ¿Cómo es que el veredicto emitido por los jueces pudiera tildar la religión de los acusados de "secta descaminada"? ¿No es ésta una señal clara de que el tribunal ha violado el principio legal de neutralidad? La conclusión evidente es que tales acciones han sido motivadas por un prejuicio ciego y por odio contra la comunidad bahá’í a raíz de sus creencias religiosas. ¿Cómo puede construirse una sociedad justa o un mundo justo sobre los cimientos de la opresión irracional y la denegación sistemática a una minoría de sus derechos humanos fundamentales? Todo lo que su país abiertamente defiende en la escena mundial se contradice con el trato que su propio pueblo recibe en su tierra.

El fallo que el tribunal de apelaciones dictaminó el 12 de septiembre de 2010 anuló el veredicto del tribunal de primera instancia relativo a los cargos de espionaje, colaboración con el Estado de Israel y proporción de documentos confidenciales a extranjeros con el propósito de minar la seguridad del Estado. Aquel tribunal de primera instancia ya había hallado a los acusados no culpables de los cargos de “manchar la reputación de la República Islámica de Irán
en la escena internacional” y de “propagar la corrupción en la tierra”. Por tanto, lo que quedó del caso fueron los cargos relativos a las actividades llevadas a cabo por estos siete creyentes responsables de administrar los asuntos sociales y espirituales de la comunidad bahá’í de Irán. Mientras tanto, los jueces, bien conscientes de que no había prueba alguna para sustanciar las acusaciones de haber actuado contra los intereses de Irán y sus ciudadanos, se vieron presionados por las autoridades empeñadas en declararles culpables. Como consecuencia, el poder judicial decidió esencialmente tergiversar y presentar como ilegales las creencias religiosas de los acusados y su servicio prestado a la comunidad bahá’í —un servicio desinteresado que sus compañeros bahá’ís iraníes calurosamente agradecían y apreciaban.
Como resultado, cada uno de ellos fue condenado a diez años de prisión. Esta sentencia ha sido firmemente denunciada no sólo por los acusados mismos, sus familias y la Comunidad Internacional Bahá'í, sino también por defensores de la justicia de Irán y de todo el mundo.

Dado que durante los últimos veinte años el gobierno de la República Islámica de Irán ha sido plenamente consciente del trabajo de estas personas en la administración de los asuntos de la comunidad bahá'í, acusarles ahora de actividades ilegales es tan carente de fundamento e injusto como inexplicable. Nuestra carta abierta de fecha 4 de marzo de 2009 dirigida al Fiscal General de la República Islámica de Irán establecía en detalle el carácter espurio de los cargos
presentados contra los Yaran, y le remitimos a ella para su consideración. Una lectura objetiva de dicha carta confirmará que no hay prueba alguna sobre la que la República Islámica se pueda apoyar para afirmar que los bahá'ís de Irán, entre los que se encuentran estos siete creyentes, representan la más mínima amenaza para el orden público o el bienestar de esa tierra.

No existe ni una sola prueba que respalde la acusación de que estos bahá'ís pretendíanponer en peligro la seguridad nacional, participar en actividades subversivas o hacer propaganda contra el régimen, cargos que los acusados mismos han denegado categóricamente. Tales acusaciones no se corresponden en absoluto con el historial sobresaliente de los bahá'ís de Irán y de todo el mundo, quienes consideran el servicio a su tierra natal y a la humanidad como una obligación moral ineludible; ni tampoco concuerdan en absoluto con las enseñanzas bahá’ís, las cuales indican que

“en todo país donde resida algún miembro de este pueblo deberá comportarse para con el Gobierno de ese país con lealtad, honestidad y veracidad”.

El enfoque adoptado por el poder judicial y las acusaciones impuestas contra estas personas constituyen, una vez más, una violación evidente de la libertad de conciencia y de creencia de los ciudadanos iraníes, e infringen de forma descarada el artículo 14 de la Constitución iraní, el cual estipula:

“De acuerdo con el versículo sagrado ‘Dios no os prohíbe que tratéis con amabilidad y equidad a quienes no han combatido contra vosotros por causa de la religión, ni os han expulsado de vuestros hogares’ [60:8], el gobierno de la República de Irán y todos los musulmanes tienen la obligación de tratar a los no musulmanes con amabilidad, en conformidad con los principios de justicia y equidad islámica, y de respetar sus derechos humanos”.

Estos siete presos, los cuales atraviesan ahora el tercer año de lo que recibe, desvergonzadamente, el nombre de detención “provisional”, han sido sujetos a todo tipo de humillaciones y violaciones de sus derechos fundamentales. Su gran determinación y su carácter gentil ante las tribulaciones que han sido obligados a soportar contrastan con la brutalidad de sus opresores, y dan fe de su longanimidad y pureza de intención. Ésta es una verdad que el noble pueblo de Irán puede ver ahora. Los informes que hemos recibido indican que compañeros reclusos admiran su conducta y comportamiento, les ven como luces de esperanza y fuentes de consuelo y desahogo, buscan fortaleza a través de su sabiduría y les consideran como símbolos del espíritu libre y corazón sincero que caracteriza al pueblo de Irán.

Su Señoría, le preguntamos:
 ¿qué propósito cumple el intento de extinguir estos atributos morales y cualidades espirituales?.
 ¿Son esos actos de opresión fieles a los principios ensalzados por el profeta Muhammad (la paz sea con Él)?.
 Sin duda en la prisión de Gohardasht hay otros reclusos inocentes.
 ¿Cómo puede permitir que se someta a persona alguna al terrible estado de suciedad, pestilencia y enfermedades de esa prisión, y a la privación de instalaciones de higiene personal básica?. Esas condiciones detestables y degradantes son indignas incluso para el más peligroso de los criminales.
 ¿Cree el gobierno de Irán que los principios de compasión y justicia islámica están en conformidad con las imposiciones de dichas circunstancias sobre los ciudadanos?.
 ¿Por qué se ignora la apremiante necesidad de los prisioneros de cuidados y tratamiento médico?.
 ¿Quién será llamado a rendir cuentas si la salud de alguno de estos siete creyentes se agrava?.
 ¿Por qué no se les proporciona a estas personas inocentes una alimentación adecuada y por qué están confinadas en celdas de espacio tan reducido que les resulta difícil tumbarse o incluso ofrecer sus oraciones diarias?.
 ¿Por qué el poder judicial les ha privado cruelmente de su derecho de disfrutar de un permiso carcelario?.
 ¿No pretenden todas estas privaciones quebrantar su ánimo y el de los demás bahá'ís de Irán?.
Considere cómo se está forzando constantemente a los miembros de la comunidad bahá'í a soportar calumnias sobre sus creencias y la tergiversación de su historia en los medios de comunicación respaldados por el gobierno;
a aguantar provocaciones en las calles, provenientes de los púlpitos y con el apoyo de ciertas autoridades, que incitan odio contra ellos;
a sufrir encarcelamiento ilegal;
a verse privados de acceso a una educación superior y a los medios para ganarse la vida;
a que sus hijos sufran abusos y sean el blanco del desprecio en las escuelas, y a ser testigos de la destrucción de sus propiedades
y la profanación de sus cementerios con el apoyo y aprobación de las autoridades del gobierno.

Y aún así, ¿qué resultados han producido esos empeños?.
La respuesta de los bahá'ís de Irán a la persecución que han sufrido durante las últimas décadas les ha convertido, a ojos de la población iraní, en personificaciones del apego inquebrantable al principio espiritual y de la resistencia constructiva ante la opresión. Lo que es más, esto ha contribuido a elevar el deseo de la población de conocer las verdades de su Fe.

En enero de 2010, la Casa Universal de Justicia, el órgano internacional de gobierno de la Fe bahá’í , apuntó en un mensaje dirigido a los bahá’ís de Irán que cuando aquellos que tienen un puesto de autoridad conspiran contra ciudadanos inocentes, a la larga, sus acciones minan su propia credibilidad.
Asimismo, en nuestra carta del 4 de marzo de 2009 dirigida al Fiscal General de la República Islámica, señalamos que las decisiones del poder judicial iraní con respecto a los bahá'ís tendrán repercusiones que irán más allá de la comunidad bahá'í de ese país y afectarán a la libertad de conciencia de todos sus ciudadanos. Albergábamos la esperanza de que, por el bien del honor y reputación de Irán, el poder judicial procuraría ser justo en su sentencia.

Los bahá'ís no son "otros" en su país; son una parte inseparable de la nación iraní.
Las injusticias perpetradas contra ellos son un reflejo de la terrible opresión que ha envuelto a la nación.
En este momento, el que respetase los derechos de los bahá'ís iraníes sería una señal de su voluntad de respetar los derechos de todos los ciudadanos de su país. Enmendar las injusticias que los bahá'ís han sufrido haría renacer, en los corazones de todos los iraníes, la esperanza de que usted está dispuesto a garantizar la justicia para todos.
Nuestro llamamiento, por tanto, es un llamamiento a favor del respeto de los derechos de todo el pueblo iraní.

Con corazones llenos de amor por Irán y del ardiente deseo de contemplar la exaltación y glorificación de esa tierra,
le exhortamos que, como Jefe del Poder Judicial, libere de la prisión a los antiguos miembros de los Yaran y, junto con ellos, a todos los bahá’ís que están encarcelados en todo el país.
Entre ellos se encuentra la Srta. Haleh Rouhi, la Srta. Raha Sabet y el Sr. Sasan Taqva, los tres jóvenes bahá'ís que
han comenzado su cuarto año de encarcelamiento en Shiraz acusados por el crimen de ayudar a niños pobres a aprender a leer y escribir.
De la misma manera, pedimos que se les conceda a los bahá'ís de ese país sus plenos derechos de ciudadanía para que puedan cumplir con su ferviente deseo de contribuir, junto con sus conciudadanos, al progreso de su nación.
Esto no es nada más de lo que usted exige legítimamente para las minorías musulmanas que residen en otros países.
Los bahá’ís simplemente piden el mismo trato por su parte.

Respetuosamente,

Comunidad International Bahá'í


cc: Misión Permanente de la República Islámica de Irán ante Naciones Unidas.

jueves, 13 de enero de 2011

Carta de Albert Einstein a Sigmund Freud


Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932

Estimado profesor Freud:

La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.
Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una manera siempre de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncias dichos veredictos) en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: el logra de seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en este pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza y de que el ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos lograr despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas “masas iletradas”. La experiencia prueba que es más bien la llamada “intelectualidad” la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a factores sociales; o, también, en la persecución de las minorías raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados.
Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción.

Muy atentamente,
Albert Einstein

Respuesta de Sigmund Freud a Albert Einstein.


Viena, setiembre de 1932

Estimado profesor Einstein:

Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un problema situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse una particular vía de acceso, de suerte que se encontraran en el mismo suelo viniendo de distintos lados.
Luego me sorprendió usted con el problema planteado: qué puede hacerse para defender a los hombres de los estragos de la guerra. Primero me aterré bajo la impresión de mí -a punto estuve de decir «nuestra»- incompetencia, pues me pareció una tarea práctica que es resorte de los estadistas.
Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema como investigador de la naturaleza y físico, sino como un filántropo que respondía a las sugerencias de la Liga de las Naciones en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo, cuando asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas sin techo de la Guerra Mundial.
Recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas, sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicológico.
Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber -o conjeturar-.
Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado a sustituir la palabra «poder» por «violencia» {«Gewalt»}, más dura y estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros.
Es fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera vez, la solución nos cae sin trabajo en las manos. Pero discúlpeme sí en lo que sigue cuento, como si fueran algo nuevo, cosas que todos saben y admiten; es la trabazón argumental la que me fuerza a ello.
Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía conflictos de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la abstracción y parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero esa es una complicación tardía.
Al comienzo, en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza.
Al introducirse las armas, ya la superioridad mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será constreñida a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, o sea, cuando lo mate. Esto tiene la doble ventaja de impedir que reinicie otra vez su oposición y de que su destino hará que otros se arredren de seguir su ejemplo. Además, la muerte del enemigo satisface una inclinación pulsional que habremos de mencionar más adelante.
Es posible que este propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que puede utilizarse al enemigo en servicios provechosos si, amedrentado, se lo deja con vida. Entonces la violencia se contentará con someterlo en vez de matarlo. Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, pero el triunfador tiene que contar en lo sucesivo con el acechante afán de venganza del vencido y así resignar una parte de su propia seguridad.
He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más grande, de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó de la violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión de varios débiles. «L’union fait la force».
La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue siendo una violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad.
Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica. La unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más potente aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría sin término.
La comunidad debe ser conservada de manera permanente, debe organizarse, promulgar ordenanzas, prevenir las sublevaciones temidas, estatuir órganos que velen por la observancia de aquellas -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los actos de violencia acordes al derecho.
En la admisión de tal comunidad de intereses se establecen entre los miembros de un grupo de hombres unidos ciertas ligazones de sentimiento, ciertos sentimientos comunitarios en que estriba su genuina fortaleza.
Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el doblegamiento de la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre sus miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y repeticiones.
Las circunstancias son simples mientras la comunidad se compone sólo de un número de individuos de igual potencia. Las leyes de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza como violencia, a fin de que sea posible una convivencia segura.
Pero semejante estado de reposo {Ruhezustand} es concebible sólo en la teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, varones y mujeres, padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su seno; las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos. A partir de allí hay en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho {Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo.
En primer lugar, los intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse por encima de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para retrogradar del imperio del derecho al de la violencia; y en segundo lugar, los continuos empeños de los oprimidos para procurarse más poder y ver reconocidos esos cambios en la ley, vale decir, para avanzar, al contrario, de un derecho desparejo a la igualdad de derecho.
Esta última corriente se vuelve particularmente sustantiva cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede entonces adecuarse poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra civil, esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas confrontaciones de violencia tras cuyo desenlace se instituye un nuevo orden de derecho.
Además, hay otra fuente de cambio del derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la modificación cultural de los miembros de la comunidad; pero pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta.
Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue posible evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero las relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que derivan de la convivencia en un mismo territorio propician una terminación rápida de tales luchas, y bajo esas condiciones aumenta de continuo la probabilidad de soluciones pacíficas.
Sin embargo, un vistazo a la historia humana nos muestra una serie incesante de conflictos entre un grupo social y otro o varios, entre unidades mayores y menores, municipios, comarcas, linajes, pueblos, reinos, que casi siempre se deciden mediante la confrontación de fuerzas en la guerra.
Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento total, la conquista de una de las partes. No es posible formular un juicio unitario sobre esas guerras de conquista. Muchas, como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino infortunio; otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de violencia en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de derecho zanjaba los conflictos.
Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por el engrandecimiento creó una Francia floreciente, pacíficamente unida. Por paradójico que suene, habría que confesar que la guerra no sería un medio inapropiado para establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia central vuelve imposible ulteriores guerras.
Empero, no es idónea para ello, pues los resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades recién creadas vuelven a disolverse las más de las veces debido a la deficiente cohesión de la parte unida mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear hasta hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos conflictos suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia de todos esos empeños guerreros sólo ha sido que la humanidad permutara numerosas guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras.
Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que usted obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de las guerras sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una violencia central encargada de entender en todos los conflictos de intereses.
Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree una instancia superior de esa índole y que se le otorgue el poder requerido. De nada valdría una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga de las Naciones se concibe como esa instancia, mas la otra condición no ha sido cumplida; ella no tiene un poder propio y sólo puede recibirlo sí los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados, se lo traspasan.
Por el momento parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra. Pero se miraría incomprensivamente la institución de la Liga de las Naciones si no se supiera que estamos ante un ensayo pocas veces aventurado en la historia de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Es el intento de conquistar la autoridad -es decir, el influjo obligatorio-, que de ordinario descansa en la posesión del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes ideales.
Hemos averiguado que son dos cosas las que mantienen cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones- entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo alcanzan predicamento cuando expresan importantes relaciones de comunidad entre los miembros.
Cabe preguntar entonces por su fuerza. La historia enseña que de hecho han ejercido su efecto. Por ejemplo, la idea panhelénica, la conciencia de ser mejores que los bárbaros vecinos, que halló expresión tan vigorosa en las anfictionías, los oráculos y las olimpíadas, tuvo fuerza bastante para morigerar las costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue capaz de prevenir disputas bélicas entre las partículas del pueblo griego y ni siquiera para impedir que una ciudad o una liga de ciudades se aliara con el enemigo persa en detrimento de otra ciudad rival.
Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a pesar de que era bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes ciudades cristianas del Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en sus guerras recíprocas. Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria.
Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría sólo tras unas espantosas guerras civiles. Parece, pues, que el intento de sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso. Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia.
Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura, algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que transija con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo.
Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y justamente en los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus exteriorizaciones. ¿Me autoriza a exponerle, con este motivo, una parte de la doctrina de las pulsiones a que hemos arribado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones?
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, con una conciente ampliación del concepto popular de sexualidad-, y otras que quieren destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción.
Como usted ve, no es sino la trasfiguración teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta quizá mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted.
Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del bien y el mal. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra; de las acciones conjugadas y contrarias de ambas surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases puede actuar aislada; siempre está conectada -decimos: aleada- con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para alcanzarla.
Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión si es que ha de conseguir su propósito. De igual modo, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que por tanto tiempo nos estorbó el discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para posibilitar la acción varios motivos edificados de esa misma manera.
Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles {Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, “pan-panfama” o “fama-famapan”».
Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le motivos, nobles y vulgares, unos de los que se habla en voz alta y otros que se callan. No tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por cierto que entre ellos se cuenta el placer de agredir y destruir; innumerables crueldades de la historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su intensidad.
El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita desde luego su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se hubieran esforzado hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los destructivos un refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles.
Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la prevención de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de especulación hemos arribado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en reconducir la vida al estado de la materia inanimada.
Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan {repräsentieren} los afanes de la vida. La pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares.
El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena, por así decir. Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia adentro.
Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese proceso se consume en escala demasiado grande; ello es directamente nocivo, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior aligera al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico sobre él. Sirva esto como disculpa biológica de todas las aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos.
Es preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y en tal caso ni siquiera una mitología alegre. Pero, ¿no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de las inclinaciones agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta, existen estirpes cuya vida trascurre en la mansedumbre y desconocen la compulsión y la agresión.
Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar más acerca de esos dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión, Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el odio a los extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven la cohesión de sus seguidores.
Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra.
Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón de destrucción, lo natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra.
Tales ligazones pueden ser de dos clases. En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque sin metas sexuales. El psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».
Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo (ver nota). La otra clase de ligazón de sentimiento es la que se produce por identificación. Todo lo que establezca sustantivas relaciones de comunidad entre los hombres provocará esos sentimientos comunes, esas identificaciones. Sobre ellas descansa en buena parte el edificio de la sociedad humana.
Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen en conductores y súbditos. Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos unas decisiones que las más de las veces acatarán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir; debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo, que no puedan ser amedrentados y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la conducción de las masas heterónomas.
No hace falta demostrar que los abusos de los poderes del Estado {Staatsgewalt} y la prohibición de pensar decretada por la Iglesia no favorecen una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los hombres, aun renunciando a las ligazones de sentimiento entre ellos (ver nota). Pero con muchísima probabilidad es una esperanza utópica.
Las otras vías de estorbo indirecto de la guerra son por cierto más transitables, pero no prometen un éxito rápido. No se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina.
Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica.
Que no le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos. Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio universal entre los hombres.
Sin embargo, se puede poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha invitado.
Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización».)
A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles.
Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada cultura.
Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar (ver nota).
Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos.
Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más.
La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra repulsa que sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo.
Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra (ver nota).
Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición lo ha desilusionado.

Sigmund Freud

domingo, 2 de enero de 2011

Edicto de expulsión.


En el día de hoy, martes primero del mes de mayo del año del nacimiento de Nuestro Salvador, Jesucristo, de mil cuatrocientos noventa y dos, nos es mandado pregonar este Edicto por orden de nuestros Reyes, que dice así:
Don Fernando é doña Isabel, por la gracia de Dios rey é reyna de Castilla, de Leon, de Aragon, de Siçilia, de Granada, de Toledo, de Valençia, de Galicia, de Mallorca, de Seuilla, de Çerdeña, de Córcega, de Murçia, de Jahen, de los Algarves, de Algeçiras, de Gibraltar, de las islas de Canaria, conde é condesa de Barçelona é Señores de Vizcaya, é de Molina, duques de Athenas é de Neopátria, condes de Ruisellon é de Çerdeña, marqueses de Oristan é de Goçiano é a los infantes, prelados, duques, marqueses, condes, maestres de las Ordenas, pares, ricos-homes, comendadores, alcaydes de los castilos de los nuestros reynos é señoríos é á los Consejos, corregidores, alcaldes, alguaciles é a las aljamias de los judíos dellas é á todos los judíos é personas singulares porque Nos fuimos informados que hay en nuestros reynos é avia algunos malos cristianos que judaizaban de nuestra Sancta Fée Católica, de lo qual era mucha culpa la comunicaçion de los judíos con los cristianos é otrosi ovimos procurado é dado órden como se fiçiese Inquisiçion en los nuestros reynos é señoríos, la cual como sabeis, ha mas de doçe años que se ha fecho é façe, é por ella se an fallado muchos culpantes, segund es notorio, e segun somos informados de los inquisidores é de muchas personas religiosas, eclesiásticas é seglares; é consta é paresçe ser tanto el daño que á los cristianos se sigue é ha seguido de la participaçion, conversaçion ó comunicaçion, que han tenido é tienen con los judíos, los cuales se preçian que procuran siempre, por cuantas vias é maneras pueden, de subvertir de Nuestra Fée Católica á los fieles instruyéndolos en las creençias é ceremonias de su ley, persuadiéndoles que tengan é guarden quanto pudieren la ley de Moysen; façiéndoles entender que no hay otra ley, nin verdad, sinón aquella: lo cual todo costa por muchos dichos é confesiones, asi de los mismos judíos como de los que fueron engañados é pervertidos por ellos; lo cual ha redundado en gran daño é detrimento é oprobio de nuestra Sancta Fée Católica. Porque cuando algun grave é detestable crímen es cometido por algund colegio ó Universidad, es razón que tal colegio ó Universidad sean disueltos é aniquilados, é los mayores por los menores é los unos por los otros punidos; é que aquellos que pervierten el buen é honesto vivir de las çibdades é villas é por contagio pueden dañar a los otros por el mayor de los crímenes é más peligroso é contagioso, como lo es este:
Por ende Nos en consejo é parecer de algunos perlados é grandes é caballeros de nuestros reynos é de otras personas de çiençia é conçiençia de nuestro Consejo, aviendo avido sobre ello mucha deliberaçion, acordamos de mandar salir á todos los judíos de nuestros reynos, que jamas tornen ni vuelvan á ellos que fasta en fin deste mes de Julio, primero que viene deste presente año, salgan con sus fijos é fijas é criados é criadas é familiares judíos, así grandes como pequeños so pena que, si lo non fiçieren é cumplieren asi, é fueren fallados estar en los dichos nuestros reynos é señoríos ó venir á ellos en qualquier manera, incurran en pena de muerte é confiscaçión de todos sus bienes, para la nuestra Cámara é fisco para que durante el dicho tiempo fasta el dicho dia, final del dicho mes de Julio, puedan andar é estar seguros, é puedan vender é trocar é enagenar todos sus bienes muebles é raices, é disponer libremente á su voluntad; é que durante el dicho tiempo non les seya fecho mal nin daño nin desaguisado alguno en sus personas, ni en sus bienes contra justiçia. É assi mismo damos liçençia é facultad á los dichos judíos é judías que puedan sacar fuera de los dichos nuestros reynos é señoríos sus bienes é façiendas por mar é por tierra, en tanto que non seya oro nin plata, nin moneda amonedada, nin las otras cosas vedades por las leyes de nuestros reynos.
Dada en la çibdad de Granada, treynta e uno del mes de Marzo, año del Nasçimiento de Nuestro Salvador Jesucristo de mil quatroçientos é noventa é dos. Yo el Rey. Yo la Reyna, Yo Juan de Coloma, secretario del rey de la Reyna, nuestros señores, la fiçe escribir por su mandado.