sábado, 11 de diciembre de 2010
CARTA ABIERTA A “LA PÚA” 1
Señor don Evar Méndez.
Querido Evar: Un libro —y sobre todo un libro de poemas— debe justificarse por sí mismo, sin prólogos
que lo defiendan o lo expliquen.
Tú insistes, sin embargo, en la necesidad de que lleve uno la presente edición.
Eludo y condesciendo a tu pedido, apuntándote la carta que envié a “La Puá”, desde París; carta cuyo
ingenuo escepticismo podrá, actualmente, hacernos sonreír, pero que tiene, al menos, la ventaja de haber
sido escrita contemporáneamente a la publicación de mis 20 poemas.
Te abraza
O.G.
¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se destemplan... Se pierde el coraje de continuar sin hacer
nada... ¡Cansancio de nunca estar cansado! Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en
medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda.
Lo que sucede entonces es siniestro. El pasatiempo se transforma en oficio. Sentimos pudores de preñez.
Nos ruborizamos si alguien nos mira la cabeza. Y lo que es más terrible aún, sin que nos demos cuenta, el
oficio termina por interesarnos y es inútil que nos digamos: “Yo no quiero optar, porque optar es osificarse.
Yo no quiero tener una actitud, porque todas las actitudes son estúpidas... hasta aquella de no tener
ninguna”...
Irremediablemente terminamos por escribir: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.
¿Voluptuosidad de humillarnos ante nuestros propios ojos? ¿Encariñamiento con lo que despreciamos?
No lo sé. El hecho es que en lugar de decidir su cremación, condescendemos en enterrar el manuscrito en un
cajón de nuestro escritorio, hasta que un buen día, cuando menos podíamos preverlo, comienzan a salir
interrogantes por el ojo de la cerradura.
¿Un éxito eventual sería capaz de convencernos de nuestra mediocridad? ¿No tendremos una dosis
suficiente de estupidez, como para ser admirados?... Hasta que uno contesta a la insinuación de algún amigo:
“¿Para qué publicar? Ustedes no lo necesitan para estimarme, los demás...”, pero como el amigo resulta ser
apocalíptico e inexorable, nos replica: “Porque es necesario declararle como tú le has declarado la guerra a
la levita, que en nuestro país lleva a todas partes; a la levita con que se escribe en España, cuando no se
escribe de golilla, de sotana o en mangas de camisa. Porque es imprescindible tener fe, como tú tienes fe, en
nuestra fonética, desde que fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano,
haciéndolo un idioma respirable, un idioma que puede usarse cotidianamente y escribirse de «americana»,
con la «americana» nuestra de todos los días...” Y yo me ruborizo un poco al pensar que acaso tenga fe en
nuestra fonética y que nuestra fonética acaso sea tan mal educada como para tener siempre razón... y me
quedo pensado en nuestra patria que tiene la imparcialidad de un cuarto de hotel, y me ruborizo un poco al
constatar lo difícil que es apegarse a los cuartos de hotel.
¿Publicar? ¿Publicar cuando hasta los mejores publican 1.071% veces más de lo que debieran publicar?...
Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones. Yo no
aspiro a que me babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo
de sentir y de pensar. ¡Prueba de existencia!
Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las
amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que
sentimos el cansancio de repetir los gestos de los que hace 70 siglos están bajo la tierra? Y ¿cuál sería la
razón de no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No podríamos atribuirle, por ejemplo,
todas las responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en
el albur de un aburrimiento paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos impediría usar de
las virtudes y de los vicios como si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no es un narcótico para el
uso exclusivo de los imbéciles y ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los distraídos?
Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio —sinónimo de vida— no renuncio ni a mi derecho de
renunciar, y tiro mis Veinte poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto.
OLIVERIO GIRONDO
París, diciembre, 1922.
1 Buenos Aires, agosto 31 de 1925.
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