17 de junio de 1890.
Gracias por haberme escrito de nuevo, mi querido amigo y queda tranquilo, que después de mi regreso he pensado en ti todos los días. No me he quedado en París más que tres días y el ruido, etc., parisiense me causaba tan mala impresión que he juzgado prudente para mi cabeza largamente al campo; de no ser así en seguida hubiera corrido a verte. Y me causa un enorme placer que digas que el retrato de la arlesiana, hecho rigurosamente sobre tu dibujo, te ha gustado.
He tratado de seguir con fidelidad respetuosa tu dibujo y, sin embargo, tomando la libertad de interpretar por medio de un color el carácter sobrio y el estilo del dibujo en cuestión. Es una síntesis de arlesiana, si quieres; como las síntesis de arlesianas son raras, toma ésta como obra tuya y mía; como resultado de nuestros meses de trabajo juntos. Para hacerlo, yo he pagado con más de un mes de enfermedad, pero también sé que es una tela que tú, yo, y otros pocos comprenderemos, como nosotros querríamos que se comprenda.
Tengo aún de allá un ciprés con una estrella, un último ensayo -un cielo de noche, con una luna sin resplandor, apenas el delgado creciente emergiendo de la sombra opaca proyectada por la tierra - una estrella de resplandor exagerado, si te parece, resplandor suave de rosa y verde en el cielo ultramarino donde corren las nubes. En lo bajo, un camino bordeado de altas cañas amarillas, detrás de las cuales están los Bajos Alpes azules, un viejo albergue con ventanas iluminadas de anaranjado y un ciprés muy alto, muy recto, muy sombrío. Sobre el camino, un coche con un caballo blanco y dos paseantes retrasados. Muy romántico, si te parece; pero también, creo, muy provenzal.
Oye una idea que quizá te convenga; yo trato de hacer así, estudios de trigales -yo no puedo sin embargo dibujar esto -, nada más que tallos de espigas verdeazules, hojas largas como cintas, verdes y rosas por el reflejo, espigas amarilleantes, ligeramente ribeteadas de rosa pálido por la floración polvorosa, una campanilla rosa en lo bajo, enrollada alrededor de un tallo. Así, ayer vi dos figuras: la madre, con un vestido carmín profundo, la hija en rosa pálido con un sombrero amarillo sin adorno alguno; rostros muy sanos de campesinas, bien curtidos por el aire libre, quemados por el sol; la madre, sobre todo, con una cara muy, muy roja y cabellos negros y dos diamantes en las orejas. Y he vuelto a pensar en esa tela de Delacroix: La educación materna. Porque en las expresiones de los rostros había realmente todo lo que hubo en la cabeza de George Sand, ya sabes que hay un retrato - busto George Sand - de Delacroix; hay un grabado enla Ilustration , con los cabellos cortos.
Gracias por haberme escrito de nuevo, mi querido amigo y queda tranquilo, que después de mi regreso he pensado en ti todos los días. No me he quedado en París más que tres días y el ruido, etc., parisiense me causaba tan mala impresión que he juzgado prudente para mi cabeza largamente al campo; de no ser así en seguida hubiera corrido a verte. Y me causa un enorme placer que digas que el retrato de la arlesiana, hecho rigurosamente sobre tu dibujo, te ha gustado.
He tratado de seguir con fidelidad respetuosa tu dibujo y, sin embargo, tomando la libertad de interpretar por medio de un color el carácter sobrio y el estilo del dibujo en cuestión. Es una síntesis de arlesiana, si quieres; como las síntesis de arlesianas son raras, toma ésta como obra tuya y mía; como resultado de nuestros meses de trabajo juntos. Para hacerlo, yo he pagado con más de un mes de enfermedad, pero también sé que es una tela que tú, yo, y otros pocos comprenderemos, como nosotros querríamos que se comprenda.
Tengo aún de allá un ciprés con una estrella, un último ensayo -un cielo de noche, con una luna sin resplandor, apenas el delgado creciente emergiendo de la sombra opaca proyectada por la tierra - una estrella de resplandor exagerado, si te parece, resplandor suave de rosa y verde en el cielo ultramarino donde corren las nubes. En lo bajo, un camino bordeado de altas cañas amarillas, detrás de las cuales están los Bajos Alpes azules, un viejo albergue con ventanas iluminadas de anaranjado y un ciprés muy alto, muy recto, muy sombrío. Sobre el camino, un coche con un caballo blanco y dos paseantes retrasados. Muy romántico, si te parece; pero también, creo, muy provenzal.
Oye una idea que quizá te convenga; yo trato de hacer así, estudios de trigales -yo no puedo sin embargo dibujar esto -, nada más que tallos de espigas verdeazules, hojas largas como cintas, verdes y rosas por el reflejo, espigas amarilleantes, ligeramente ribeteadas de rosa pálido por la floración polvorosa, una campanilla rosa en lo bajo, enrollada alrededor de un tallo. Así, ayer vi dos figuras: la madre, con un vestido carmín profundo, la hija en rosa pálido con un sombrero amarillo sin adorno alguno; rostros muy sanos de campesinas, bien curtidos por el aire libre, quemados por el sol; la madre, sobre todo, con una cara muy, muy roja y cabellos negros y dos diamantes en las orejas. Y he vuelto a pensar en esa tela de Delacroix: La educación materna. Porque en las expresiones de los rostros había realmente todo lo que hubo en la cabeza de George Sand, ya sabes que hay un retrato - busto George Sand - de Delacroix; hay un grabado en
¿Que pasa, que vas a copiar todas las cartas del blog de cartas de la historia o que?
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