martes, 9 de febrero de 2010

Cartas filosóficas. Quinta carta: Sobre la religión anglicana


Voltaire

Este es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que más le gusta.
Sin embargo, pese a que cada cual puede servir a Dios a su manera, la verdadera religión, aquella en la que uno puede hacer fortuna, es la secta de los episcopalianos, llamada Iglesia Anglicana, o Iglesia por excelencia. En Inglaterra o en Irlanda no es posible conseguir un empleo sin ser un fiel anglicano. Esta razón, que es muy convincente, ha con- vertido a tantos no-conformistas, que hoy tan sólo la vigésima parte de la población no pertenece a la Iglesia dominante.
El clero anglicano ha mantenido muchas ceremonias católicas, y en especial la de cobrar diezmos con cuidado muy escrupuloso. Los sacerdotes anglicanos poseen la piadosa ambición de ser los amos.
Además, fomentan entre sus ovejas un santo celo contra los no-conformistas. Este celo fue particularmente vivo durante el gobierno de los «tories», en los últimos años de la reina Ana; pero sus efectos no iban más allá de, en ocasiones, romper los cristales de las capillas heréticas. Las guerras civiles han terminado en Inglaterra con la furia de las sectas y en el reinado de la reina Ana se escuchaban sólo los sordos ruidos de un mar todavía agitado mucho tiempo después de la tormenta. Cuando los «whigs» y los «tories» desgarraron su país, como anteriormente güelfos y gibelinos habían desgarrado Italia, fue necesario que la religión entrara en los partidos. Los «tories» eran partidarios del episcopado; los «whigs» querían abolirlo, pero cuando fueron los dueños de la situación se contentaron con quitarle importancia.
Cuando el conde Harles, de Oxford, y Lord Bolingbrobe bebían a la salud de los «tories», la iglesia anglicana los veía como los defensores de sus santos privilegios. La asamblea del bajo clero, que es una especie de Cámara de los Comunes formada por eclesiásticos, gozaba entonces de cierto prestigio; tenía, por tanto, libertad para reunirse y ordenar que- mar de vez en cuando algunos libros impíos, es decir, los escritos en contra suya. El gobierno, que actualmente es «whig», ni siquiera permite a esos caballeros tener sus asambleas; están reducidos en la oscuridad de sus parroquias a la triste función de rezar por el gobierno, al cual si pudieran ocasionarían gustosamente problemas. En cuanto a los obispos, veintiséis en total, continúan teniendo asiento en la Cámara alta a pesar de los «whigs», pues todavía persiste el viejo abuso de considerarlos barones, pero no tienen en ella más poder que los duques y pares en el Parlamento de París. Hay una cláusula en el juramento que se presta al Estado que pone a prueba la cristiana paciencia de estos caballeros.
Se promete pertenecer a la Iglesia, tal como la establece la ley. No hay un solo obispo, deán o arzobispo que no crea serlo por derecho divino; por tanto, es una gran mortificación para ellos encontrarse en la obligación de confesar que es una miserable ley hecha por profanos laicos la que les otorga el poder que poseen. Un religioso (el padre Courayer) ha escrito hace poco un libro para probar la validez y la sucesión de las ordenaciones anglicanas. Esta obra ha sido prohibida en Francia; pero ¿creéis acaso que ha gustado al gobierno de Inglaterra? De ninguna manera. A estos malditos «whigs» les preocupa muy poco haber interrumpido o no la sucesión episcopal y que el obispo Parker haya sido consagrado en una taberna, según se dice, o en una iglesia. Ellos prefieren que los obispos deban su autoridad al Parlamento y no a los apóstoles. Lord B. dice que esa idea del derecho divino servirá solamente para formar tiranos de esclavina y roquete, mientras que la ley hace ciudadanos.
En cuanto a las costumbres, el clero anglicano es más morigerado que el de Francia, y he aquí la causa: todos los eclesiásticos se ordenan en las universidades de Oxford o Cambridge, lejos dela corrupción de la capital; son llamados a las dignidades de la Iglesia a edad avanzada, cuando los hombres no tienen más pasión que la avaricia, cuando su ambición carece de alimento, Los empleos son aquí la recompensa de grandes servicios prestados a la Iglesia o al ejército. Aquí no se ven obispos jóvenes ni coroneles recién salidos de los colegios. Además, casi todos los sacerdotes están casados; la poca gracia adquirida en la universidad y el escaso trato con las mujeres hacen que generalmente un obispo deba conformarse con su propia mujer. Los sacerdotes van a veces a la taberna y si se emborrachan lo hacen seriamente, sin escándalos. Ese ser indefinible, que no es eclesiástico ni seglar, en una palabra, lo que llamamos abate, es una especie desconocida en Inglaterra; aquí casi todos los eclesiásticos son reservados y casi todos pedantes. Cuando se enteran que en Francia jóvenes conocidos por su liviandad y elevados a la prelacía por intrigas de mujeres hacen públicamente el amor, se dedican a componer canciones galantes, ofrecen diariamente cenas largas y delicadas, y después van a implorar las luces del Espíritu Santo, y con todo tienen el valor de llamarse sucesores de los apóstoles, dan gracias a Dios de ser protestantes. Pero se trata de villanos heréticos, dignos de ser quemados en los infiernos, como dice el señor François Rabelais, motivo por el cual no me mezclaré en sus asuntos.

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