martes, 9 de febrero de 2010

Cartas filosóficas. Duodécima carta: Sobre el canciller Bacon


Voltaire

No hace mucho que se hablaba, en una amable reunión, sobre el tema gastado y frívolo de saber quién era el más grande hombre: César, Tamerlán, Alejandro, Cromwell, etc.
Alguien respondió que, sin lugar a dudas, era Newton. Ese hombre tenía razón, pues si la grandeza verdadera radica en recibir del cielo el don de una gran inteligencia y haberse servido de ella para instruirse a sí mismo ya los demás, un hombre como Newton, de los que nace uno cada diez siglos, es en verdad el gran hombre. Los políticos y los conquistadores, que no han faltado en ninguna época, suelen ser ilustres malvados. El respeto se debe a los que dominan los espíritus por la fuerza de la verdad, no a los que los convierten en esclavos mediante la violencia; a los que comprenden el universo, no a los que la desfiguran.
Puesto que me pedís que hable de los hombres célebres de Inglaterra, empezaré por los Bacon, Locke, Newton, etc. Generales y ministros vendrán más tarde.
Debo empezar por Bacon de Verulam, conocido en Europa por Bacon, su apellido. Era hijo de un guardasellos y durante el reinado de Jacobo I fue durante mucho tiempo canciller. Sin embargo, en medio de las intrigas cortesanas y de las preocupaciones de su cargo, que requerían todos sus esfuerzos, tuvo tiempo para ser un gran filósofo, un buen historiador y un elegante escritor, cualidades tanto más sorprendentes cuando pensamos que vivió en un siglo en que se desconocía el arte de escribir y, todavía más, el de la buena filosofía. Como suele ocurrir, fue más apreciado después de muerto que mientras vivía. Sus enemigos estaban en la corte de Londres y sus admiradores en Europa entera.
Cuando el marqués de Effiat fue a Inglaterra acompañando a la princesa María, hija de Enrique el Grande, que iba a contraer matrimonio con el príncipe de Gales. fue a visitar a Bacon. Este se encontraba enfermo y lo recibió con las cortinas de su lecho echadas. «Os parecéis a los ángeles -le dijo Effiat-. Escuchamos hablar continuamente de ellos. creemos que son superiores a los hombres, pero nunca tenemos el consuelo de verlos.»
Vos sabéis. señor. que Bacon fue acusado de un crimen que no es el de un filósofo: haberse dejado corromper por dinero. Sabéis cómo fue condenado por la Cámara de los Pares a pagar una multa de cuatrocientas mil libras ya perder su dignidad de canciller y de par .
Hoy en día los ingleses veneran de tal manera su memoria, que no quieren admitir su culpabilidad. Si me preguntarais mi opinión os contestaría repitiendo una frase que escuché a Lord Bolingbroke. Se estaba hablando en su presencia de la avaricia del duque de Marlborough. Se citaban varios ejemplos apelando al testimonio de Lord Bolingbroke, el cual. como había sido su enemigo declarado. podía decir tranquila- mente su opinión.
«Era tan gran hombre -respondió-. que me he olvidado de sus vicios.»
Me limitaré. pues. a hablaros de las cualidades que hicieron a Bacon admirado en toda Europa.
La más singular y la mejor de sus obras es la que oyes la menos conocida y la más inútil: hablo del Novum scientiarium organum. En el andamiaje sobre el que se construyó la nueva filosofía y cuando el edificio estuvo concluido. por lo menos en parte. el andamiaje quedó en desuso.
El canciller Bacon no conocía aún la naturaleza. pero sabía e indicaba los caminos que conducen a ella. Tempranamente comenzó a despreciar todo lo que las universidades llaman filosofía e hizo cuanto estuvo en su mano para que esas instituciones. creadas para el perfeccionamiento de la razón humana. no continuaran corrompiéndola con sus «quid». su «horror al vacío». sus «formas sustanciales» y todas las impertinentes palabras que la ignorancia hacía respetables y que su extraña mixtura con la religión hacía casi sagradas.
Es el padre de la filosofía experimental. Es verdad que antes de él se habían realizado descubrimientos sorprendentes: se había inventado la brújula. la imprenta. el grabado de estampas, la pintura al óleo. los espejos. el arte de devolver parcialmente la vista a los ancianos mediante cristales que se llaman lentes, la pólvora de cañón, etc. Se había buscado, encontrado y conquistado un nuevo mundo.
¿Quién puede dudar que descubrimientos semejantes los realizaron los más grandes filósofos y en tiempos más esclarecidos que los nuestros? Empero, esos grandes cambios se realizaron en la Tierra en época de la estúpida barbarie. Casi todos esos inventos son obra del azar y casi es evidente que el descubrimiento de América también se debió al azar. Al menos, siempre se ha creído que Cristóbal Colón emprendió su viaje fiado en la palabra de un capitán de navío al que la tempestad había arrojado a la altura de las islas Caribes.
Sea como sea, los hombres sabían llegar hasta el fin del mundo, sabían destruir ciudades con un rayo artificial más mortífero que el rayo natural, pero desconocían la circulación de la sangre, la densidad del aire, las leyes del movimiento, la luz, el número de planetas, etc. Cualquiera que sostuviera una tesis sobre las categorías de Aristóteles, sobre lo universal a parte rei o sobre cualquier tontería era considerado un prodigio.
Las invenciones más sorprendentes y más útiles no son las que más honran al espíritu humano.
Todas las artes tienen su origen en un instinto mecánico común a los hombres, pero no a la sana filosofía.
El descubrimiento del fuego, el arte de la panadería, de fundir y preparar los metales, de construir casas, el invento de la lanzadera, que son cosas más necesarias que la imprenta y la brújula, se deben a hombres todavía salvajes.
¿No hicieron griegos y romanos un uso maravilloso de la mecánica? Y, sin embargo, en aquellos tiempos se creía que había cielos de cristal, que las estrellas eran lamparitas que en ocasiones caían al mar; uno de los grandes filósofos de la época, después de muchas investigaciones, afirmó que los astros eran guijarros que se habían desprendido de la Tierra.
En una palabra, nadie antes que Bacon conoció la filosofía experimental y casi todos los experimentos físicos realizados posteriormente están descritos en su libro. El mismo realizó muchas experiencias: construyó máquinas neumáticas mediante las que intuyó la elasticidad del aire; anduvo cerca de descubrir la presión atmosférica, que descubrió más tarde Torricelli. En casi toda Europa empezó a practicarse la física experimental, poco tiempo después; Bacon había sospechado la existencia de ese tesoro oculto y todos los filósofos, anima- dos por su promesa, intentaron descubrirlo.
Lo que más me sorprendió fue comprobar cómo en su libro habla en términos exactos de esa nueva atracción, cuyo descubrimiento se atribuye a Newton.
«Hay que buscar -dice Bacon- si no habrá una fuerza magnética entre la Tierra y los objetos pesados, entre la Luna y el océano, entre los planetas, etc.»
En otro lugar, dice: «O bien los cuerpos pesados son atraídos hacia el centro de la Tierra, o bien se atraen mutuamente; en este último caso es evidente que cuanto más se acerquen a la Tierra los cuerpos al caer, mayor será su atracción. Hay que continuar investigando para saber si un reloj de pesas irá más ligero sobre la cumbre de una montaña o en el fondo de una mina; si la fuerza de las pesas disminuye en lo alto de la montaña y aumenta en la mina, es evidente que la Tierra ejerce una verdadera atracción».
Este precursor de la filosofía fue a la vez un elegante escritor, historiador y un espíritu selecto:
Sus Ensayos de moral son muy apreciados, pero han sido escritos con el fin de enseñar, no para agradar; no siendo una sátira de la naturaleza humana como las Máximas, de La Rochefoucauld, ni una escuela de escepticismo como las obras de Montaigne, son menos leídas que esas dos obras llenas de ingenio.
Su Historia de Enrique VII es considerada como una obra maestra, pero no creo que se pueda comparar a la de nuestro ilustre De Thou. He aquí cómo habla el canciller Bacon del impostor Perkins, judío de nacimiento, que instigado por la duquesa de Borgoña tuvo la osadía de tomar el nombre de Ricardo IV, rey de Inglaterra, y disputó la corona a Enrique VII.
«En esa época la duquesa de Borgoña, por arte de magia, evocó de los infiernos la sombra de Eduardo IV para atormentar al rey Enrique, el cual se obsesionó por los espíritus malignos. Cuando la duquesa de Borgoña hubo aleccionado a Perkins, se puso a estudiar por qué región del cielo haría aparecer el cometa, y decidió que éste debía aparecer primeramente en el horizonte de Irlanda.»
Creo que nuestro sabio De Thou no emplea este estilo pomposo, que antes fuera considerado sublime, pero que actualmente es juzgado, justamente, como un galimatías.

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