jueves, 11 de febrero de 2010

Gustavo Adolfo Bécquer Desde mi Celda Carta cuarta


Queridos amigos:

El tiempo, que hasta aquí se mantenía revuelto y mudable, ha sufrido
últimamente una nueva e inesperada variación, cosa, a la verdad, poco extraña
a estas alturas, donde la proximidad del Moncayo nos tiene de continuo como a
los espectadores de una comedia de magia, embobados y suspensos con el
rápido mudar de las decoraciones y de las escenas. A las alternativas de frío y
de calor, de aires y de bochorno de una primavera, que en cuanto a desigual y
caprichosa nada tiene que envidiar a la que disfrutan ustedes en la coronada
villa, ha sucedido un tiempo constante, sereno y templapo. Merced a estas
circunstancias y a encontrarme bastante mejor de las dolencias que, cuando no
me imposibilitan del todo, me quitan por lo menos el gusto para las largas
expediciones, he podido dar una gran vuelta por estos contornos y visitar los
pintorescos lugares del Somontano. Fuera del camino, ya trepando de roca en
roca, ya siguiendo el curso de alguna huella o las profundidades de una
cañada, he vagado tres o cuatro días de un punto a otro por donde me
llamaban el atractivo de la novedad, un sitio inexplorado, una senda quebrada,
una punta al parecer inaccesible.
No pueden ustedes figurarse el botín de ideas e impresiones que, para
enriquecer la imaginación, he recogido en esta vuelta por un país virgen aún y
refractario a las innovaciones civilizadoras. Al volver al monasterio, después de
haberme detenido aquí para recoger una tradición oscura de boca de una
aldeana, allá para apuntar los fabulosos datos sobre el origen de un lugar o la
fundación de un castillo, trazar ligeramente con el lápiz al contorno de una
casuca medio árabe, medio bizantina, un recuerdo de las costumbres o un tipo
perfecto de los habitantes, no he podido menos de recordar el antiguo y
manoseado símil de las abejas que andan revoloteando de flor en flor y vuelven
a su colmena cargadas de miel. Los escritores y los artistas debían hacer con
frecuencia algo de esto mismo. Sólo así podríamos recoger la última palabra de
una época que se va, de la que sólo quedan hoy algunos rastros en los más
apartados rincones de nuestras provincias, y de la que apenas restará mañana
un recuerdo confuso.
Yo tengo fe en el porvenir: me complazco en asistir mentalmente a esa
inmensa e irresistible invasión de las nuevas ideas que van transformando
poco a poco la faz de la Humanidad, que merced a sus extraordinarias
invenciones fomentan el comercio de la inteligencia, estrechan el vínculo de los
países, fortificando el espíritu de las grandes nacionalidades, y borrando, por
decirlo así, las preocupaciones y las distancias, hacen caer unas tras otras las
barreras que separan a los pueblos. No obstante, sea cuestión de poesía, sea
que es inherente a la naturaleza frágil del hombre simpatizar con lo que parece
y volver los ojos con cierta triste complacencia hacia lo que ya no existe, ello es
que en el fondo de mi alma consagro como una especie de culto, una
veneración profunda a todo lo que pertenece al pasado, y las poéticas
tradiciones, las derruidas fortalezas, los antiguos usos de nuestra vieja España,
tienen para mí todo ese indefinible encanto, esa vaguedad misteriosa de la
puesta del sol de un día espléndido, cuyas horas, llenas de emociones, vuelven

a pasar por la memoria vestidas de colores y de luz, antes de sepultarse en las
tinieblas en que se han de perder para siempre.
Cuando no se conocen ciertos períodos de la Historia más que por la
incompleta y descarnada relación de los enciclopedistas, o por algunos restos
diseminados como los huesos de un cadáver, no pudiendo apreciar ciertas
figuras desasidas del verdadero fondo del cuadro en que estaban colocadas,
suele juzgarse de todo lo que fue con un sentimiento de desdeñosa lástima o
un espíritu de aversión intransigente; pero si se penetra, merced a un estudio
concienzudo, en algunos de sus misterios, si se ven los resortes de aquella
gran máquina que hoy juzgamos absurda al encontrarla rota, si, merced a un
supremo esfuerzo de la fantasía ayudada por la erudición y el conocimiento de
la época, se consigue condensar en la mente algo de aquella atmósfera de
arte, de entusiasmo, de virilidad y de fe, el ánimo se siente sobrecogido ante el
espectáculo de su múltiple organización, en que las partes relacionadas entre
sí correspondían perfectamente al todo, y en que los usos, las leyes, las ideas
y las aspiraciones se encontraban en una armonía maravillosa. No es esto
decir que yo desee para mí ni para nadie la vuelta de aquellos tiempos. Lo que
ha sido no tiene razón de ser nuevamente, y no será.
Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para
aquellas edades, un poco de justicia para los que lentamente vinieron
preparando el camino por donde hemos llegado hasta aquí, y cuya obra colosal
quedará acaso olvidada por nuestra ingratitud e incuria. La misma certeza que
tengo de que nada de lo que desapareció ha de volver, y que en la lucha de las
ideas, las nuevas han herido de muerte a las antiguas, me hace mirar cuanto
con ellas le relaciona con algo de esa piedad que siente hacia el vencido un
vencedor generoso. En este sentimiento hay también un poco de egoísmo. La
vida de una nación, a semejanza de la del hombre, parece como que se dilata
con la memoria de las cosas que fueron y a medida que es más viva y más
completa su imagen, es más real esa segunda existencia del espíritu en lo
pasado, existencia preferible y más positiva tal vez que la del punto presente.
Ni de lo que está siendo ni de lo que será, puede aprovecharse la
inteligencia para sus altas especulaciones: ¿qué nos resta, pues, de nuestro
dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido? Por eso al contemplar los
destrozos causados por la ignorancia, el vandalismo o la envidia durante
nuestras últimas guerras; al ver todo lo que en objetos dignos de estimación, en
costumbres peculiares y primitivos recuerdos de otras épocas, se ha extraviado
y puesto en desuso de sesenta años a esta parte; lo que las exigencias de la
nueva manera de ser social trastornan y desencajan; lo que las necesidades y
las aspiraciones crecientes desechan u olvidan, un sentimiento de profundo
dolor se apodera de mi alma, y no puedo menos de culpar el descuido o el
desdén de lo que a fines del siglo pasado pudieron aún recoger para
transmitírnoslas íntegras las últimas palabras de la tradición nacional,
estudiando detenidamente nuestra vieja España, cuando aún estaban de pie
los monumentos testigos de sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la
vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter.
Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin embargo, ¿quién sabe si
nuestros hijos a su vez nos envidiarán a nosotros, doliéndose de nuestra
ignorancia o nuestra culpable apatía para trasmitirles siquiera un trasunto de lo
que fue un tiempo su patria? ¿Quién sabe si, cuando con los años todo haya
desaparecido, tendrán las futuras generaciones que contentarse y satisfacer su

ansia de conocer el pasado con las ideas más o menos aproximadas de algún
nuevo Cuvier de la arqueología, que partiendo de algún mutilado resto o una
vaga tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no hay duda: el prosaico
rasero de la civilización va igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso
tiende a unificar los pueblos con los pueblos, las provincias con las provincias,
las naciones con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A
medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se
extiende, la industria se acrecienta y el espíritu cosmopolita de la civilización
invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos característicos, sus
costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A la
inflexible línea recta, sueño dorado de todas las poblaciones de alguna
importancia, se sacrifican las caprichosas revueltas de nuestros barrios
moriscos, tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra: de un retablo
al que vivía unida una tradición, no queda aquí más que el nombre escrito en el
azulejo de una bocacalle; a un palacio histórico con sus arcos redondos y sus
muros blasonados, sustituye más allá una manzana de casas a la moderna; las
ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo perímetro, rompen el cinturón
de fortalezas que las ciñe, y una tras otras vienen al suelo las murallas fenicias,
romanas, godas o árabes.
¿Dónde están los canceles y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos
embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su
guardapolvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los
jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los carasoles
de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos? El albañil, armado de
su impacable piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los puntiagudos
tejados o demuele los moriscos miradores, y mientras el brochista roba a los
muros el artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos de cal y
almagra, el arquitecto los embellece a su modo con carteles de yeso y
cariátides de escayola, dejándolos más vistosos que una caja de dulces
franceses. No busquéis ya los cosos donde justaban los galanes, las piadosas
ermitas albergue de los peregrinos, o el castillo hospitalario para el que llamaba
de paz a sus puertas. Las almenas caen unas tras otras de lo alto de los muros
y van cegando los fosos; de la picota feudal sólo queda un trozo de granito
informe, y el arado abre un profundo surco en el patio de armas. El traje
característico del labriego comienza a parecer un disfraz fuera del rincón de su
provincia: las fiestas peculiares de cada población comienzan a encontrarse,
ridículas o del mal gusto por los más ilustrados, y los antiguos usos caen en
olvido, la tradición se rompe y todo lo que no es nuevo se menosprecia.
Estas innovaciones tienen su razón de ser, y por tanto no seré yo quién
las anatematice. Aunque me entristece el espectáculo de esa progresiva
destrucción de cuanto trae a la memoria épocas que, si en efecto no lo fueron,
sólo por no existir ya nos parecen mejores, yo dejaría al tiempo seguir su curso
y completar sus inevitables revoluciones, como dejamos a nuestras mujeres o a
nuestras hijas que arrinconen en un desván los trastos viejos de nuestros
padres para sustituirlos con muebles modernos y de más buen tono; pero ya
que ha llegado la hora de la gran transformación, ya que la sociedad animada
de un nuevo espíritu se apresura a revestirse de una nueva forma, debíamos
guardar, merced al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros artistas, la
imagen de todo eso que va a desaparecer, como se guarda después que
muere el retrato de una persona querida. Mañana, al verlo todo constituido de

una manera diversa, al saber que nada de lo que existe existía hace algunos
siglos, se preguntarán los que vengan detrás de nosotros de qué modo vivían
sus padres, y nadie sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores
de localidad, ciertas costumbres, el influjo de determinadas ideas en el espíritu
de una generación, que tan perfectamente reflejaran sus adelantos y sus
aspiraciones, leerán la Historia sin saberla explicar; y verán moverse a nuestros
héroes nacionales con la estupefacción con que los muchachos ven moverse a
una marioneta sin saber los resortes a que obedece.
A mí me hace gracia observar cómo se afanan los sabios, qué grandes
cuestiones enredan y con qué exquisita diligencia se procuran los datos acerca
de las más insignificantes particularidades de la vida doméstica de los egipcios
o los griegos, en tanto que se ignoran los más curiosos pormenores de
nuestras costumbres propias; cómo se remontan y se pierden de inducción en
inducción, por entre el laberinto de las lenguas caldaicas, sajonas o sánscritas,
en busca del origen de las palabras, en tanto que se olvidan de investigar algo
más interesante: el origen de las ideas.
En otros países más adelantados que el nuestro, y donde, por
consiguiente, el ansia de las innovaciones lo ha trastornado todo más
profundamente, se deja ya sentir la reacción en sentido favorable a este género
de estudios; y aunque tarde, para que sus trabajos den el fruto que se debió
esperar, la Edad Media y los períodos históricos que más de cerca se
encadenan con el momento actual, comienzan a ser estudiados y
comprendidos. Nosotros esperaremos regularmente a que se haya borrado la
última huella para empezar a buscarla. Los esfuerzos aislados de algún que
otro admirador de esas cosas, poco o casi nada pueden hacer. Nuestros
viajeros son en muy corto número, y por lo regular no es su país el campo de
sus observaciones. Aunque así no fuese, una excursión por las capitales, hoy
que en su gran mayoría están ligadas con la gran red de vías férreas,
escasamente lograría llenar el objeto de los que desean hacer un estudio de
esta índole. Es preciso salir de los caminos trillados, vagar al acaso de un
lugar en otro, dormir medianamente y no comer mejor; es preciso fe y
verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para ir a buscar los tipos
originales, las costumbres primitivas y los puntos verdaderamente artísticos a
los rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia, y de donde poco a
poco los van desalojando la invasora corriente de la novedad y los adelantos
de la civilización. Todos los días vemos a los Gobiernos emplear grandes
sumas en enviar gentes que no sin peligros y dificultades recogen en lejanos
países, bichitos, florecitas y conchas.
Porque yo no sea un sabio, ni mucho menos, no dejo de conocer la
verdadera importancia que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia moral,
¿por qué ha de dejarse en un inexplicable abandono? ¿Por qué al mismo
tiempo que se recogen los huesos de un animal antediluviano no se han de
recoger las ideas de otros siglos traducidas en objetos de arte y usos extraños,
diseminados acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho mil pedazos?
Este inmenso botín de impresiones, de pequeños detalles, de joyas
extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres características animadas y
revestidas de esa vida que presta a cuanto toca una pluma inteligente o un
lápiz diestro, ¿no creen ustedes, como yo, que sería de grande utilidad para los
estudios particulares y verdaderamente filosóficos de un período cualquiera de
la Historia? Verdad que nuestro fuerte no es la Historia. Si algo hemos de saber

en este punto casi siempre se ha de tomar algún extranjero el trabajo de
decírnoslo del modo que a él mejor le parece. Pero ¿por qué no se ha de abrir
este ancho campo a nuestros escritores, facilitándoles el estudio y despertando
y fomentando su afición? Hartos estamos de ver en obras dramáticas, en
novelas que se llaman históricas y cuadros que llenan nuestras exposiciones,
asuntos localizados en este o el otro período de un siglo cualquiera, y que,
cuando más, tienen de ellos un carácter muy dudoso y susceptible de severa
crítica, si los críticos a su vez no supieran en este punto lo mismo o menos que
los autores y artistas a quienes han de juzgar.
Las colecciones de trajes y muebles de otros países, los detalles que
acerca de costumbres de remotos tiempos se hallan en las novelas de otras
naciones, o lo poco o mucho que nuestros pensionados aprenden relativo a
otros tipos históricos y otras épocas, nunca son idénticos ni tienen un sello
especial; son las únicas fuentes donde bebe su erudición y forma su conciencia
artística la mayoría. Para remediar este mal, muchos medios podrían
proponerse más o menos eficaces, pero que al fin darían algún resultado
ventajoso. No es mi ánimo, ni he pensado lo suficiente sobre la materia, el
trazar un plan detallado y minucioso que, como la mayor parte de los que se
trazan, no llegue a realizarse nunca. No obstante, en esta o la otra forma, bien
pensionándolos, bien adquiriendo sus estudios o coadyuvando a que se diesen
a luz, el Gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas
expediciones artísticas a nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas
de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían
preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían
en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en
ese comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos
reunidos serían un verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones útiles
para todo género de estudios.
Además de la ventaja inmediata que reportaría esta especie de
inventario artístico e histórico de todos los restos de nuestra pasada grandeza,
¿qué inmensos frutos no daría más tarde esa semilla de impresiones, de
enseñanza y de poesía, arrojada en el alma de la generación joven, donde iría
germinando para desarrollarse tal vez en lo porvenir? Ya que el impulso de
nuestra civilización, de nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra
literatura viene del Extranjero, ¿por qué no se ha de procurar modificarlo poco
a poco, haciéndolo más propio y más característico con esa levadura
nacional?...
Como introducción al rápido bosquejo de uno de esos tipos originales de
nuestro país, que he podido estudiar en mis últimas correrías, comencé a
apuntar de pasada y a manera de introducción algunas reflexiones acerca de la
utilidad de este género de estudios. Sin saber cómo ni por dónde, la pluma ha
ido corriendo, y me hallo ahora con que para introducción es esto muy largo, si
bien ni por sus dimensiones y su interés parece bastante para formar artículo
de por sí. De todos modos, allá van estas cuartillas, valgan por lo que valieren:
que si alguien de más conocimientos e importancia, una vez apuntada la idea,
la desarrolla y prepara la opinión para que fructifique, no serán perdidas del
todo. Yo, entretanto, voy a trazar un tipo bastante original y que desconfío de
poder reproducir. Ya que no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré al
éxito de la predicación con el ejemplo.




Nota

Esta carta esta copiada de un documento en PDF, por eso los fallos

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