martes, 9 de febrero de 2010

Cartas filosóficas. Décima carta: Sobre el comercio


Voltaire

El comercio ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra y ha contribuido a desarrollar su libertad, y esta libertad, a su vez, ha extendido el comercio, que ha sido el origen de la grandeza del Estado.
Por el comercio se creó, poco a poco, la fuerza naval de Inglaterra, que ha hecho de los ingleses reyes de los mares. En el presente tienen alrededor de doscientos barcos de guerra. La posteridad se asombrará de que una pequeña isla que sólo posee un poco de plomo, estaño, greda y lana de mediocre calidad haya llegado a ser, mediante su comercio, tan poderosa, que en 1723 pudo enviar tres flotas simultáneamente a tres extremos diferentes del planeta: una a Gibraltar , ciudad que conquistó y mantiene por la fuerza de las armas; otra a Porto-Bello, para arrebatarle al rey de España los tesoros de las Indias, y la tercera al mar Báltico, para evitar el enfrentamiento entre las potencias del Norte.
Cuando Luis XIV hacía temblar a Italia, cuando sus ejércitos, dueños ya de Saboya y de Piamonte, se preparaban a tomar Turín, el príncipe Eugenio, en el último rincón de Alemania, debía acudir en ayuda del duque de Saboya, pero no tenía dinero y sin él no se pueden tomar ni defender las ciudades; se vio obligado a recurrir a los comerciantes ingleses, quienes en media hora le prestaron cinco millones; liberó Turín, venció .a los franceses y escribió estas líneas a los que le habían prestado el dinero: «Señores, he recibido vuestro dinero y me enorgullezco de haberlo utilizado a vuestra entera satisfacción».
Todas estas cosas enorgullecen con justicia a un comercian- te inglés y le hace compararse, con alguna razón, con un ciudadano romano. Por eso el hermano menor de un par del reino no tiene a desdoro ser negociante. Milord Towsend, ministro de estado, tiene un hermano que se contenta con ser mercader en la «City». Cuando Lord Oxford gobernaba Inglaterra, su hermano menor era empleado de comercio en Alepo, donde permaneció hasta su muerte.
Esta costumbre, que por desgracia parece empezar a perderse, resulta monstruosa a los alemanes empecinados en sus cuartos y que no entienden cómo un hijo de un par de Inglaterra no sea más que un rico y poderoso burgués, y no como en Alemania, donde todos son príncipes; se han contado hasta treinta altezas del mismo nombre y poseyendo como únicos bienes su orgullo y sus escudos de armas.
En Francia puede ser marqués quien lo desee; cualquiera puede llegar a París desde una distante provincia, con suficiente dinero para gastar y un nombre terminado en «ac» o en «ille», y permitirse decir: «Un hombre como yo, un hombre de mi categoría...», y despreciar soberanamente a un negociante. El comerciante es tan tonto que al oír hablar con frecuencia despectivamente de su profesión, termina por avergonzarse de ella. Sin embargo, no sé quién es más útil a un Estado, si un noble todo empolvado, que sabe exactamente a qué hora se acuesta y se levanta el rey, que se pavonea como un gran señor mientras representa el papel de esclavo en las antecámaras de un ministro, o un comerciante que enriquece a su país, que desde su escritorio da órdenes a Surata y El Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo.

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